Hna. Mª Carmela García Medrano

 “Bienaventurados los mansos,
porque ellos poseerán en herencia la tierra

Bienaventurados los que trabajan por la paz,

porque ellos serán llamados hijos de Dios …

(Mt 5, 4; 9)

Queridas Hermanas:

Si tuviéramos que resaltar, de alguna manera, las virtudes que más han identificado y marcado la persona de nuestra querida Hermana,

Milagros Modesta García Medrano
En religión:
Mª Carmela

serían las virtudes de la mansedumbre y de portadora de paz.

Nuestro Padre Dios la quiso llevar con Él, desde la Comunidad “Sagrada Familia de Nazaret” de Portici (Italia), el día 18 de enero de 2020, sábado, día dedicado a Nuestra Santísima Madre, a quien tenía mucho amor y devoción, a la vez que contagiaba este amor y devoción a las personas con las que convivía y servía.

Nació en Noviercas (Soria), el 4 de noviembre de 1930, hija de Julián y Carmen, de cuyo matrimonio nacieron siete hijos, siendo nuestra Hermana la mayor de ellos. Fue bautizada a los pocos días después de su nacimiento, el 16 del mismo mes, en la Iglesia Parroquial de Santo Justo de su pueblo natal, donde también fue confirmada el 24 de mayo de 1938.

Comenzó su postulantado en Orihuela, el 11 de marzo del 1954, donde también inició el noviciado el 12 de septiembre de 1954; profesó el 29 de septiembre de 1955; hizo sus votos perpetuos el 12 de septiembre de 1961, también en Orihuela. Las Bodas de Plata las celebró en Napóles (Italia) el 29 de septiembre de 1980, y las Bodas de Oro en Portici (Italia), el día 29 de septiembre del año 2005.

Toda su vida en la Congregación estuvo dedicada tanto al cuidado de los enfermos como al servicio de las personas más desfavorecidas de la sociedad, a las que servió con mucho amor, abnegación, esmero y delicadeza. Estuvo en las comunidades de: Tarrasa  (Barcelona); Agén (Francia); Roma (Italia); Estremoz (Portugal); Nápoles y Portici (Italia); aquí permaneció desde 1998 hasta que nuestro buen Dios se la llevó consigo. Ejerció el servicio de Superiora Local en algunas de estas comunidades.

“Toda de Dios y llena de Dios”, fue una buena religiosa que vivió con integridad su consagración; mujer de oración, muy amante del Carmelo y de las personas consagradas (sacerdotes y religiosos).

Dios hizo fructificar en ella, al ciento por uno, sus dones de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, que irradiaba a las personas que se acercaban a ella y con quienes ella compartía desde la abundancia de su corazón.

Siempre manifestaba paz y serenidad. Algunos religiosos y sacerdotes, en sus años de juventud, acudían a ella como a una madre y guía espiritual; y en su edad madura, querían estar cerca de ella y compartir con ella, para sencillamente “contagiarse” de su paz y serenidad y sentirse acogidos en sus circunstancias personales. Su porte sencillamente manifestaba una auténtica armonía entre lo que creía y vivía, viendo las cosas con simplicidad de corazón.

Amable y comprensiva con todas las personas, no era exigente con nadie. Para las que estaban experimentando alguna crisis en su vida o que estaban pasando por la “noche oscura”, ella hacia sentir su presencia, acompañandólas y protegiéndolas sin jamás juzgar. Era la madre confidente y prudente, en quien podían apoyarse.

Era cariñosa con todas; muy sensible, comprometida y solidaria; tenía como un “sexto sentido” para percibir que alguien estaba pasando momentos y circunstancias no fáciles, y se hacia presente, muchas veces, con su callada atención y eso “desbordaba” a la gente, les tocaba el corazón y les conmocionaba. Era una buena y gran madre para todas, muy compasiva con quienes sufren. Se destacó por su buena y noble actitud para con todos.

Nuestra Hermana fue un testimonio de entrega generosa, abnegada, sufrida, sacrificada. Se sacrificaba en todo y por todas, para que reinase la paz y la unión fraterna en la comunidad.  Amaba la  comunidad y la vida comunitaria. Ha sido con su delicadeza, la hermana que se preocupó de la familia de las Hermanas y de todas las personas conocidas, preguntando siempre por ellos.

Humilde, sabía guardar silencio, callar y aceptar. Nunca trató de impresionar a nadie en nada y siempre resaltaba lo bueno de cada persona. Relativizaba los malos informes y siempre veía el lado positivo de las personas y de los acontecimientos,  comportándose siempre con bondad y gentileza, mostrando fortaleza y serenidad.

En los últimos meses de su vida, en los que ya le costaba moverse y se fatigaba fácilmente al caminar, se la veía con gran paz y resignación. Jamás se alteró ni se quejó, aunque de vez en cuando, dejara entrever que no estaba bien.

El bien de la otra persona estaba por encima de todo. Ya hospitalizada, se preocupaba de que las personas que la acompañaban durante el día o la noche habían comido y descansado. Continuamente daba las gracias al personal sanitario que le atendía, así como a quienes la visitaban. Noble y lúcida hasta el final.

Su muerte fue la ratificación de lo que fue su vida. Murió como había vivido, con paz y serenidad, acompañada del párroco, de las Hermanas y feligresas presentes, que cantaban en voz baja ubi caritas est. En su funeral, muchos niños y adolescentes de la parroquia lloraron su pérdida, pero manifestaron que estaban en paz  porque tenían la convicción profunda de que la buena Hermana estaba con Dios y desde allá cuidaba de todos ellos.

Querida Hermana, dando gracias a Dios por el don de tu vida y presencia entre nosotras, compartimos tu profundo gozo de poder escuchar de los labios de Tu Amado “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”  (Mat 11, 28-30). Nos encomendamos a tu intercesión desde el cielo y descansa en paz.