Nacida en Pedreguer (Alicante), Pascuala Serra ingresó en la Congregación el año 1919, emitiendo su profesión temporal el 9-2-1920. Su paso por las comunidades de Lloret de Mar, Bordils, Barcelona (Clínica Platón), Granada y Estremoz (Portugal), dejó una huella de su entrega y solicitud hacia las hermanas, enfermos y personal sanitario. En los años que permaneció en Granada y Barcelona pudo conocer muy de cerca a la Sierva de Dios, de quien mantuvo siempre un recuerdo entrañable. Del humilde hospital de Extremos, donde trabajaría varios años atendiendo a pobres y enfermos, pasó a ser superiora general en diciembre de 1951, sustituyendo a la recién fallecida M. Josefa Albert. Por reelección para el mismo servicio el año 1957, estuvo al frente de la Congregación durante otro sexenio y en 1963 fue elegida vicaria general.
En ella predominaba la amabilidad y discreción; era sumamente sencilla y delicada, con una sensibilidad exquisita, que puso siempre al servicio de las celebraciones litúrgicas, del culto y del ornato del templo. Ella dirigía de ordinario la colocación del «Belén» navideño y el «monumento» de semana santa. También el altar mayor de la Iglesia del Carmen de Orihuela, se restauró bajo sus directrices.
Así la describen en una pequeña biografía: «La sencillez que caracterizaba a nuestra Madre Fundadora, (a quien tan bien ella conoció) y que forma parte de nuestro Carisma específico, era lo más destacado de su vida y espiritualidad. Se veía en ella un talante de paz, de sereno gozo, de profunda contemplación, que resultaba contagioso por ir cargado de fe y ternura humana». La ternura en el trato con las religiosas es lo que dejó como experiencia sabrosa en los largos años que permaneció como superiora o vicaria general; y no obstante era firme en sus convicciones y en su estilo de gobierno.
A las superioras inculcaba la necesidad de ser almas de oración. En una de sus circulares escribe: «Una Superiora que no esté íntimamente unida a Dios es imposible que pueda gobernar con acierto… En una comunidad la Superiora debe ser el espejo en el cual todas sus hijas puedan mirarse». Y en otra de ellas añade: «Supliquemos humildemente y confiadas al Dador de todo bien que en esta conmemoración natalicia que vamos a celebrar sepamos aprovecharnos de las Gracias y Dones que su infinita Misericordia nos quiere otorgar. Llenémonos de Jesús… A vivir por Él, con Él y en Él, dándole todo honor y gloria. Así y sólo así, haremos apostolado y salvaremos las almas de nuestros prójimos».
La M. Josefina hablaba desde la convicción y la experiencia, pues en sus escritos espirituales hace alusión frecuentemente a este tema: «No me basta la oración de mañana y tarde, es preciso orar sin intermisión. Mantener una actitud orante, dejar que Dios me posea, elevando el corazón a Él, poniendo todo entre sus manos». Y en un gesto de la sencillez y humildad que le caracterizaban, escribe: «Ahora Señor, voy a poner de relieve mi mayor debilidad: mi oración es una continua distracción, estoy fuera de mi centro que eres Tu. Sé que eres mi Padre y me has creado para amarte. Quiero como cera blanda, ponerme en tus manos y no salir de mi centro».
Como buena hija de la Sierva de Dios, se sentía responsable del carisma congregacional e insta particularmente a las superioras locales para que ayuden a mantenerlo. En algunas ocasiones alerta a las mismas del riesgo que se corre, porque las olas de la relajación pueden hacer zozobrar la frágil barquichuela de la Congregación «que debiera bogar solamente al vaivén del querer divino». En diciembre de 1962, escribe de nuevo a éstas: «Sólo en Él encontraremos la verdadera paz y de consiguiente la unidad, base fundamental que pone la Iglesia en el Santo Concilio Ecuménico que se está celebrando».
La vida exuberante de esta mujer menuda de estatura, continuó siendo un faro luminoso aun cuando el paso de los años la iba doblegando. Ella se abrió gozosa a la acción purificadora del Señor, a la enfermedad, al deterioro de su salud. A su director espiritual le comunica: «Padre, tengo arteriosclerosis cerebral y estoy muy desmemoriada. ¡Alabado sea Dios! Que Él me haga dócil y confiada en todo momento. Es mi Padre. Es tan bueno conmigo, que las cosas que llevo impresas en el corazón, ésas no las olvido».
Así fue ciertamente. Su amabilidad y dulzura sin límite, la mantuvo atenta y cariñosa con todos hasta el último momento de su vida, y aún habiendo perdido la memoria, ella siguió siendo la mujer entregada a los demás, detallista y generosa.
Su existencia terrena acabó el 18 de diciembre de 1979, 48 años después y casi el mismo día que la Sierva de Dios. Años antes había escrito en una de sus cartas: «Recordemos, hijas mías, recordemos con inmensa gratitud, el espíritu que tenía nuestra Santa Madre Fundadora al ser llamada por Dios a crear una Congregación. Qué abnegada, todo era sacrificio, pobreza, humildad, actividad para toda virtud; especialmente la caridad, amor a Dios y al prójimo por Dios. Sí, Hermanas queridas, retrocedamos a los primitivos tiempos de nuestra Fundación… al espíritu carmelita, a la íntima unión con Dios, esperándolo todo de la Madre Santísima». Ella vivenció este espíritu hasta rebosar.