Orihuela, 20 de abril de 2014
“…conversaban entre sí sobre todo lo que
había pasado. Mientras ellos conversaban
y discutían, el mismo Jesús se les acercó”
(Jn. 24, 14-15)
Queridas Hermanas:
Recibid mi más cariñosa Felicitación Pascual.
Durante estos días me he detenido a reflexionar y orar en diferentes pasajes del evangelio según S. Juan, en los que se nos narran distintos encuentros entre el Señor resucitado y sus discípulos. Me llama siempre la atención el desánimo, la tristeza, el sinsentido de la experiencia de los que han estado cerca de Jesús durante su vida pública, y cómo sufren una tremenda decepción con su ignominiosa muerte.
De manera parecida a los discípulos de Emaús, podemos pensar que Dios y la fe en él no tienen ya ningún poder sobre este mundo, e incluso sobre nuestras realidades difíciles y dolorosas. Pienso que los dos discípulos de Emaús reflejan mucho nuestra situación actual. También María Magdalena, profundamente triste y desorientada por la aparente muerte definitiva del Señor, y con añoranza de tiempos pasados, le parece que mirar al futuro, ya no tiene sentido para ella.
Y es verdad: cuando miramos el mundo y nuestros “pequeños mundos”, sin percatarnos de que Jesús resucitado camina con nosotros, todo se nos viene abajo y perdemos el horizonte. La experiencia de estar acompañadas en cada situación de la vida por la presencia del Resucitado, nos ayuda a vivir con otra perspectiva y nos permite mirar las cosas desde la óptica de Dios. El miedo y el desánimo nacen de una falta de confianza y dejan su huella en nuestro corazón. La presencia del Resucitado, como sucedió con los discípulos de Emaús, nos hará desandar el camino y correr hacia los hermanos para anunciarles que hay Alguien que nos ama y que jamás nos deja solos, porque nos habita.
Fijémonos en la primera reacción de los discípulos de Emaús al reconocer que era Jesús resucitado quien caminaba con ellos y les reparte el Pan: recuerdan que su corazón ardía al conversar con el compañero anónimo que se les acerca y cena con ellos; a toda prisa, regresan a la comunidad de Jerusalén llenos de alegría, para anunciar esa buena noticia a sus hermanos; vuelven corriendo para dar testimonio de que Él está vivo… Creo que como ellos, desde la situación en la que cada cual nos encontremos, hemos de ponernos ante el Señor, pidiéndole que sea Él mismo quien derribe nuestras resistencias, quite nuestros miedos y desánimos y nos devuelva la alegría de saber que Él es más fuerte que el pecado y que la muerte: Él los ha vencido.
El Santo Padre al dirigirse a los consagrados, nos anima a ser portadores de la alegría de estar resucitados con Cristo. Nos recuerda la importancia de descubrir en los hermanos dones, en lugar de defectos; liberar las opresiones y miserias que estén en nuestra mano, aceptar en medio de nosotras al Resucitado que nos envía a acercarnos a los demás desde una actitud de misericordia, esperanza, comprensión, ternura y servicio.
Creo que también nos puede hacer mucho bien recordar el encuentro del Señor con Tomás: él se resiste a creer que está vivo y Jesús lo acerca a sus heridas, lo mete dentro de ellas, le regala su amistad, su intimidad, ante la cual Tomás solo puede exclamar “Señor mío y Dios mío”. Sería un buen ejercicio “mostrarle al Señor nuestras heridas”, dejar que las sane, permitirle que la luz y la claridad de su resurrección, haga de nosotras criaturas nuevas, verdaderas creyentes…
Que el gozo y la luz de Cristo resucitado, nos haga mirar más allá de nuestro corto horizonte y nos lleve a comunicar con alegría a nuestros hermanos que Él vive entre nosotras. ¡Amén, Aleluya!
Con mi cariño y oración,